NO ES TU CUERPO, ES EL SISTEMA: CÓMO SE NORMALIZA EL MALESTAR FEMENINO

salud-femenina.jpg


Digámoslo abiertamente: hay problemas de salud que se normalizan por el hecho de que son padecidos por mujeres. El modelo de organización social de nuestra cultura es androcéntrico y no sólo no tiene en cuenta las peculiaridades de los ciclos vitales de las mujeres, sino que las castiga por no correr al mismo ritmo que sus compañeros y «entretenerse» en su carrera teniendo criaturas, llevando a cabo trabajos de cuidados y afectivos de los que sus compañeros se desentienden (Freixas et al., 2009).

Parece que existe una masculinización de la salud que, con frecuencia, se traduce en desatender y medicalizar procesos naturales de las mujeres así como los malestares propios de esa “doble jornada” que conlleva una disminución de la calidad de vida.

Hablemos de algunos de esos procesos naturales:

 

ENDOMETRIOSIS: AÑOS DE RETRASO DIAGNÓSTICO Y UN ARSENAL DE PARCHES.

Se estima que en España la endometriosis afecta, por lo menos, a un 10 % de la población femenina en edad fértil (Ministerio de Sanidad, 2013).

Sin embargo, pasarán años hasta que muchas mujeres reciban un diagnóstico y tratamiento adecuados. ¿Por qué? Porque hemos aprendido a minimizar el dolor menstrual. A callarlo. A funcionar con él. A asumir que doler, duele. Y si te quejas, eres floja.

Las consultas médicas, lejos de investigar, suelen responder con lo de siempre: antiinflamatorios, anticonceptivos, ansiolíticos.

Y aquí viene el ejemplo: ¿qué pasaría si un hombre fuera a su médica de cabecera con dolor en el pene, y en lugar de mandarlo al urólogo le recetaran paracetamol y una caja de diazepam “por si son los nervios”? Pues eso.

DISMENORREA Y SÍNDROME PREMENSTRUAL: EL CHISTE SIN GRACIA DE LAS HORMONAS.

Un mal ciclo puede ser la señal de que algo no va bien, pero la respuesta suele ser la misma: suprimirlo o sedarlo.

Como la regla “tiene que doler”, muchas mujeres ni siquiera acceden a una revisión en condiciones. No se piden pruebas, no se investiga, no se mira más allá de lo obvio. ¿El resultado? Que se cronifican malestares que podrían haberse detectado a tiempo: quistes, miomas, trastornos hormonales…

Por otro lado, los síntomas emocionales y físicos se camuflan con psicofármacos, sin explorar lo que los provoca o mantiene. ¿Estás irritable? Será la regla. ¿Te encuentras desconectada de ti? Será la regla. ¿Tienes ganas de llorar y pegarle fuego a la oficina? Adjudicado: la regla.

Y así seguimos, cronificando malestares por la vía rápida y sin rastro de análisis funcional ni de mirada integradora.

SEXUALIDAD FEMENINA: DESEO AUSENTE Y EXPLICACIONES POBRES.

Vivimos en una cultura falocéntrica y orgasmocéntrica. Esto no es una opinión: es una estructura. Y dentro de esa estructura, la sexualidad de las mujeres importa poco… salvo para cumplir expectativas ajenas.

Por eso se normalizan la anorgasmia, la falta de deseo, la dispareunia o el vaginismo. No se investigan, no se validan, y muchas veces se derivan directamente a la receta: "te doy un antidepresivo o mejor, un ansiolítico, a ver si es que estás de los nervios o estresada". Y ojo, que lo del estrés no es ninguna tontería. Está más que demostrado que los altos niveles de cortisol afectan directamente al deseo sexual. Cuando tu cuerpo está en modo supervivencia, lo último que aparece es el deseo sexual. Vamos, lo que se viene conociendo popularmente como «no tener el chichi pa farolillos». Las investigaciones lo muestran claro: el estrés crónico no solo aniquila el deseo, también altera la lubricación, la sensibilidad y la respuesta orgásmica (Heiman et al., 2011; Brotto, 2017).

Pero en lugar de preguntarse qué está generando ese estrés, el sistema responde con lo de siempre: sedarlo.
Te adelanto: no, esa mujer no es que sea una siesa y no tenga ganas de follar. Está sobrecargada, ignorada y hasta el moño. Y eso es estructural.

 

EL PROBLEMA DE FONDO: LA MEDICALIZACIÓN DEL MALESTAR FEMENINO

Durante años nos metieron miedo con la píldora. Literalmente. En España, muchas crecimos con la idea de que tomar anticonceptivos orales era casi jugar a la ruleta rusa. Que si lo hacías, corrías un riesgo altísimo de sufrir un derrame cerebral, una trombosis o una embolia pulmonar. Como si al tomarla, estuviéramos todas en riesgo de desplomarnos en masa por la calle. Y lo peor es que ese miedo caló. Nosotras mismas, aun sabiendo que era el método más seguro para evitar embarazos no deseados, dudábamos. Lo pensábamos dos y tres y cuatro veces. Sentíamos culpa, desconfianza, angustia. Porque nos lo habían vendido así: como una herramienta útil, sí… pero con un coste implícito por querer disfrutar del sexo sin consecuencias reproductivas. Una penalización encubierta por querer vivir nuestra sexualidad sin miedo.

Y mientras se demonizaban los anticonceptivos, se ignoraban otras variables igual o más peligrosas: el tabaquismo, la obesidad, la hipertensión, el sedentarismo. Cualquier prospecto de anticonceptivos de los 70 parece redactado por Torquemada, pero la información contextual y personalizada brilla por su ausencia.

Hoy sabemos —gracias a revisiones como las de The Lancet (2022) o la AEEM— que los riesgos graves existen, sí, pero son extremadamente raros en mujeres jóvenes sanas. Que hay más beneficio que perjuicio en la mayoría de casos. Y que mucho del miedo difundido durante décadas no era sanitario, era ideológico.

Mientras tanto, lo que no se discute —y se receta como si fueran caramelos— son los ansiolíticos, los antidepresivos, los relajantes musculares y las pastillas para dormir. Psicofármacos que muchas veces se usan como parche para malestares que son estructurales. Porque cuando una mujer está agotada, triste, desconectada o con ganas de mandarlo todo a la mierda, lo primero que se sospecha no es que esté sosteniendo el mundo con una mano y su salud mental con la otra. Lo que se sospecha es que “le falta algo químico”.

Pero no, no es química. Es desigualdad. Es sobrecarga. Es un sistema que, cuando el cuerpo femenino se sale de lo que se espera, lo etiqueta como problema. Y cuando ese cuerpo pide ayuda, le responde con silencio o sedación. Lo que necesitamos no son más parches, sino más preguntas. No más pastillas por defecto, sino más escucha por sistema. No más miedo, sino más poder de decisión.

MENOPAUSIA Y PERIMENOPAUSIA: HÁBLAME DEL MAR, MARINERO!

Y ojo, que con el combo perimenopausia y menopausia pasa algo parecido. Durante años, la llamada Terapia Hormonal Sustitutiva (THS) se vendió como una amenaza encubierta. El punto de inflexión fue el famoso estudio WHI (Women’s Health Initiative, 2002), que alertó de un posible aumento del riesgo de cáncer de mama con el uso prolongado de estrógeno y progestágeno combinados.

La alarma saltó a los medios, el miedo se disparó, y miles de mujeres dejaron abruptamente tratamientos que les estaban mejorando la calidad de vida. Lo que no tuvo tanta difusión fueron los matices que vinieron después: que ese riesgo dependía de múltiples factores —tipo de hormona, edad, momento de inicio, duración del tratamiento— y que, en mujeres jóvenes y sanas recién entradas en la menopausia, los beneficios pueden superar claramente los riesgos.

Desde entonces, muchas sociedades científicas han pedido rebautizarla como Terapia Hormonal para la Menopausia (THM). Porque no se trata de “sustituir” nada, como si fuéramos cuerpos defectuosos a los que hay que corregir, sino de acompañar una transición fisiológica con información rigurosa, opciones personalizadas y decisiones compartidas.

Y no hablamos solo de sofocos. Hablamos de salud cardiovascular, ósea, metabólica, sexual, emocional. Hablamos de mujeres que siguen funcionando, trabajando, sosteniendo, creando… mientras el cuerpo se descompensa y nadie parece estar preparado para acompañarlas.

Porque esto no va solo de hormonas. Va de cómo se ha infantilizado a las mujeres en uno de los momentos más transformadores de su vida. De cómo se ha medicalizado el malestar sin contexto, y se ha negado la posibilidad de una vida plena pasada la mitad del calendario.

Por eso en octubre llega MENOSPAUSA: una charla para deshacer mitos, actualizar la ciencia y abrir conversación sobre todo lo que el sistema sanitario no se atreve a contarte. No para venderte promesas, sino para que tengas herramientas. Porque para muchas de nosotras, la menopausia no es el final de nada: es el principio de otra forma de vivir. Y merecemos decidir cómo.

Anterior
Anterior

REPETIR UNA PALABRA NO VA A CALMAR TU ANSIEDAD (Y OTROS CUENTOS DEL NEUROMISTICISMO)

Siguiente
Siguiente

LA METÁFORA DEL CAMALEÓN: UN EJEMPLO PARA ENTENDER MEJOR A LAS PERSONAS CON TLP